Recuerdos escuchimizados, cara a la pared, que no quieren ser recordados. Cobardía emocional que reta a los sentimientos. Algo bombea ahí dentro. Algo salta. Pero da igual, olvidémoslo. Callémoslo.
Sigamos empecinados en creer que no existe humanidad en las miradas, que nadie nos ha rozado al andar por las aceras atisbadas de seres perdidos. De personas olvidadas.
Giremos la cara a los espejos de cada lágrima, porque ahí es donde estamos nosotros llorando y nos disgusta. Odiamos profundamente sentir, padecer, alegrarnos sin motivos. Odiamos recordar de dónde venimos.
Echamos a patadas la empatía, la insultamos y humillamos. Pasamos por encima de los pobres y por debajo de los ricos, porque, en este maldito mundo, es más sencillo estar cómodo, sin lugar ni sentido, sin piedad ni rebeldía.
Olvidamos lo que no deberíamos olvidar y nos arrancamos de la memoria lo que nos recuerda que, en algún momento, quién sabe por qué, sentimos tanto que nos olvidamos del frío, del dolor, de la distancia. Abrazamos lo que nos daba la vida con tanto amor, que se nos pasó por alto lo efímero de la eternidad, el engaño de la estabilidad. No todos a la vez, cada uno a su momento, queriendo a quien aún no había despertado y decepcionándose antes que quién todavía no había amado. El espiral se había truncado. En algún momento, se trastocó el ciclo. La parte bonita, compartida, maravillosa, que nos enseñan en los cuentos con finales felices se pudrió.
No, el amor no tiene parte de culpa, la culpa es toda nuestra.
Olvidamos. O lo intentamos, porque en algún rincón de nuestro ser, en alguna nota de nuestros latidos, sabemos que somos seres que necesitamos, precisamente, todo lo que nuestra cabeza desea borrar.
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