Nunca desayuno lo mismo, me tomo el lujo de elegir. Siempre. Nunca tengo lo mismo encima de la mesa y lo que tengo siempre lo miro de forma distinta. Y lo saboreo. Y no me preocupo de mantener alimentada a mi rutina hambrienta. Que se muera. Que se pudra.
A lo mejor la indecisión venía de desayunar todos los días café con magdalenas. O con galletas. Siempre el mismo café, la misma leche y el mismo azúcar. Siempre la misma marca de magdalenas y de galletas. A lo mejor no sabía quién era cuando me servían el desayuno en la cama. Yo era siempre ella y aún me miro al espejo con una mueca de incertidumbre en la cara, sin saber qué coño escribir en mi libro. Nunca he sido lo que los demás esperaban. Nunca me ha gustado lo que los demás me daban, porque no era a mí, era a su muñeca. A su prototipo porcelánico que pestañeaba de vez en cuando y sonreía mientras la mandíbula le temblaba por el esfuerzo. El esfuerzo de no defraudar. De tener cuidado con no quitarse el disfraz que a todos les gustaba.
Cuando nací nadie me conocía. Nadie te conoce. Nadie sabe quién eres, pero intentan hacerte. Te intentan crear. Con todo el amor del mundo, pero te hacen daño. Y no te das cuenta hasta que te despiertas veinte años después y eliges desayunar algo distinto.