martes, 20 de febrero de 2018


Y, entre todo este follón, yo hago lo que me da la gana. Y me exilian de las instituciones perfectamente formadas. Y me echan de los razonamientos perfectamente lógicos. Y la maldita contradicción vuelve con los dientes apretados, creando bruxismo en las mandíbulas de mis ideales, porque ser no debería excluirme de estar. De pertenecer. Porque, a veces, añoro mirar a unos ojos que no sean los míos y saber que he conseguido compartir algo. Compartirlo de verdad, con la comprensión que eso conlleva.
Sentir que, por fin, he encontrado el cable. Ese que une lo que soy con donde estoy. Con quien estoy.
Y que no estoy perdida. Ni sola. Porque la soledad es traicionera. El sentimiento de soledad. Lo diferente a la soledad misma. Eso que te hace sentir diminuta en medio de la inmensidad, rodeada de gente, de bultos, de seres que tienen una relación contigo pero que tú no la sientes. No la encuentras. Hablo de sentimientos, de eso que no eres capaz de describir, pero que te hace estremecer. 

  
El tambor de las olas retumba en mi cabeza trayendo recuerdos de otras tierras. Me sorprendo a mí misma una y otra vez huyendo a lugares lejanos, sin retorno. La monotonía danza entre mis costillas aprisionando de vez en cuando mis pulmones. Y respiro a regañadientes porque no estoy muy segura de lo que voy a encontrar dentro de mí. Siempre busco rutas alternativas a mis paseos obligatorios, porque no he nacido para ver pasar el mismo cemento delante de mí una y otra vez. "Tú siempre tan escurridiza", me gritan desde la otra acera, confundidos, enterrados en vida, soñando con mentiras. Vuelvo al susurro de aquella caracola y me acuerdo de cuando me reía por cualquier cosa, y me doy cuenta de lo que hacen los candados del sistema en los corazones de los lobos solitarios que pretenden aullar cosas nuevas. Se olvidan.