Cuando se trata de amar, las plumas salen volando. Las mías. No sé qué coño tienen que ver las plumas en todo esto. Me confundo de conceptos. O no los entiendo. O yo qué sé.
Resulta que no echo de menos. Me viene por defecto. No añoro. O por lo menos, no añoro de la manera en la que todos añoran. Con rotundo dolor. Con palabras. Con desesperación verbal. No sé decir estas cosas, y tampoco me duelen. Sólo dejo que descansen y las siento un ratito. Aquí adentro. Muy profundamente. Sin saber cómo se llaman, sin dejarnos el teléfono de contacto. No hay contacto. No hay roce. Ni cariño. Ni apego. El apego es una rotunda mierda. Te mira con ojitos de pena y te engaña diciendo que es tuyo y que lo has abandonado. Que lo acojas. Que se siente muy solo. Sin dueño, como si eso fuera algo malo. Sin dueño. Ya quisiéramos nosotros. Sin dueño.
Quizá es porque he encontrado el valor a lo que sale por la boca. Al aire y a las palabras. A los sonidos. A los alaridos. Puede que respete demasiado el significado de lo que se dice y me jodan eternamente los "echo de menos" escupidos sin compasión. Con cobardía. Con caretas de plástico. Como todo lo que se dice mucho y se siente poco. Y solo. Le falta un dueño. El dueño que le sobra al maldito apego.
¿Dónde cojones te has metido cuando se tiene que decir la verdad?
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