No me comprendía. Abría los brazos esperando que la comprensión lo abrazara muy fuerte. Todo me decía que no con la cabeza. Que no es para ti. Que no. Que no. Que no.
Acababa de decirle que, efectivamente, hacía lo que me daba la gana. Que, efectivamente, era efectivo. Que, efectivamente, para eso estaban las mentes. La mente. Lo que él enseña. Lo que él predica hasta quedarse afónico, con los brazos muy cerrados. Eso lo controla bien. Eso se lo ha aprendido. "Esa línea no hay que cruzarla nunca, chicos. No la crucéis." Y, en cambio, aquéllo no lo comprendía. "Insolente, maleducada. Te falta interés, chica. No te interesa. Lárgate. No sabes. No entiendes. No sirves."
Y quizá sea cierto. Que no me interese. Que los gritos mientras duermo vengan de aquí. Que mi pasión sea la de rascar paredes. Fachadas. Y conocer. Y conocerlo todo. Todo lo que se pueda conocer. Y hacerle cosquillas a lo desconocido para que se ría conmigo. Para que pueda rascarse y yo pueda mirar un poquito. Y curiosear. Correr las cortinas de las casas y abrir sus ventanas. Y a ver qué sale. A ver qué entra.
Es verdad, no me interesa. Me apasiona demasiado. Y la pasión no es lo tuyo. Tú no puedes enseñar lo que no sientes. Pasión es saberlo. Saber que la insolencia de hacer lo que te da la gana, te da las ganas. Te las saca. Te las expulsa. Te las enseña. Y eso es lo que me alimenta.
Y tú estás muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario