No hay nada ausente. La mirada ojiplática girando al son de la música del ambiente, silenciosa y ensordecedora a la vez, saltando de la cadencia a la decadencia, como los días cotidianos. Siempre un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro. Y de repente, ¡pum!, te pierdes. No sabes dónde te habías quedado, pero debes continuar. Todo el tiempo, desde el principio hasta el final, aunque te pierdas muchas veces y tengas que volver a empezar. Hasta que el principio sea inaccesible. Hasta que no haya vuelta atrás.
Los ojos nunca se cierran mientras la sangre hierve, que no se enfríe, que no se nos confunda. Con cuidado, parpadeos ligeros, para no perdernos nada. Un, dos, tres, cuatro.
Y el barullo de la música sigue sonando, y a veces, no sabes si se trata de un sonido de fondo o de lo que va a salvarte la vida. Así que escuchas. Escuchas. Un, dos, tres, cuatro.
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