domingo, 1 de diciembre de 2013

La inmensidad te rodea y la soledad te envuelve en un halo oscuro de frialdad. No puedes ver nada de lo que eras. El piano cubierto de telarañas en un rincón y tu voz, rota, que no se comprende cuando grita en silencio, que estás cansado de estar solo.
En algún momento, creíste en la felicidad. Las personas de tu alrededor parecían existir y tu cabeza niega sospechosamente, al ritmo de tu razón, que se te negó no hace tanto.

Miedo. Tienes miedo. ¿Qué será lo próximo? ¿Y con quién vendrá? No te fías de nadie, demasiados daños. Demasiadas mentiras. Las cosas rotas no se reparan, se juntan con la esperanza de volver a ser como antes, pero la esperanza nunca es como la esperamos. Y lo sabes. Ahora lo sabes.

Entredientes te contradices, y crees que existe la bondad, la buena intención. Pero ya no escuchas demasiado, por si te convencen. Pierdes el sentido de la felicidad y ya no la encuentras. ¿Quién quiere encontrarte a ti? Callas. No lo dices muy alto, por si te oyes.
Y los susurros de la culpabilidad te roban el sueño, podrías haberlo hecho mejor. Podrías haberlo hecho, simplemente. Tú también desapareciste, a salpicones de odio, de rencor. Y ahora... ¿ahora qué más da?

El sonido de tu respiración en medio del polvo y el repicar de la lluvia sobre el tejado. Sobre tu tejado. Morirás entre humedades, porque nadie es capaz de terminar con tus goteras.

¿Y tú?


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