lunes, 5 de mayo de 2014

Aquél señor de calva prominente en la parte frontal y dentadura postiza no atinaba con el calzado. Se le veía cómodo, como ajeno a los andares de la corriente. Sandalias. Llevaba sandalias. Era cinco de febrero. Arrugaba la nariz por culpa del sol, que había decidido salir a pesar de la fecha. Caprichos vitales que el buen samaritano agradecía, después de todo.

Llevaba las cejas aplastadas por culpa de la gomina, que como le quedaban restos en los dedos de haberse peinado muy debidamente el resto de cabeza, hacía buen uso de ella en la parte más peluda de su cara.

Se acomodó en el autobús. Abrió las piernas y descansó el coxis, dolorido por una vieja lesión.

Se miraba los pies con alegría, abriendo y cerrando los dedos. Se observaba en el reflejo del cristal y se daba los buenos días, en voz alta, todo el tiempo que fuera necesario. Seis veces. Era evidente, a aquellas alturas, que nada le importaba del resto de normales. Su cara le sonreía y pensó que ese día estaba guapo. Sí. Estaba guapo.

-¿Tiene usted algún problema mental, caballero?

-Nadie que no tuviera un problema mental en estas fechas, llamaría "caballero" a un servidor, ¿no le parece? Claro que no le parece. No le parece a usted nada.

-Oiga, ¿qué insinúa?

-Mire usted. Escuche usted. Sienta usted.  Esto no es un autobús y yo no soy un caballero con sandalias en febrero.  Viva usted el día, el día lo está viviendo a usted.

Y brillaba el sol. Brillaba.



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